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"La belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente" (San Juan Pablo II)

martes, 29 de mayo de 2012

Miguel Angel Buonarroti

Sibila Délfica. Capilla Sixtina

CVII

Mis ojos, que codician cosas bellas
como mi alma anhela su salud,
no ostentan más virtud
que al cielo aspire, que mirar aquellas.
De las altas estrellas
desciende un esplendor
que incita a ir tras ellas
y aqui se llama amor.
No encuentra el corazón nada mejor
que lo enamore, y arda y aconseje
que  dos ojos que a dos astros semejen.


MIGUEL ANGEL BUONARROTI  

Texto extraído de Rimas (1507-1555), de la editorial Pre-Textos, compilado por Manuel J. Santayana Ruiz 

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Capilla Sixtina virtual

jueves, 24 de mayo de 2012

La belleza es un valor del ser

Irena Sendler

  "¿No es, también, la belleza un atributo del ser? No, responden unos, puesto que belleza implica orden, armonía, y en consecuencia variedad o diversidad; luego la belleza es un atributo del mundo de lo finito y, en particular, del mundo material. 
    Sí, sustentan otros, ya que la belleza no es sino 'la bondad de la verdad' (splendor veri); la belleza es la verdad en cuanto que es amabre o apetecible.
    Nos parece que unos y otros están equivocados. Los primeros, por negarse a relacionar la belleza con los valores supremos, con los valores metafísicos. Los segundos, al no darse cuenta de que, en el plano metafísico, la belleza se identifica con el bien y no constituye un atributo distinto del de la amabilidad del ser.
    Si consideramos el apetito humano completo, descubrimos 'tendencias' complejas, a las que corresponden 'valores' múltiples por parte del objeto del apetito. A la curiosidad de conocer responde la verdad; a la tendencia hacia el fin último de la persona responde el bien moral; al sentimiento estético responde la belleza, armonía de las cosas;  a las tendencias biológicas responden los valores biológicos;  a las necesidades de dominar la materia responden los valores técnicos; al instinto de poseer responden los bienes materiales. El placer de conocer no es el placer de poseer, ni el placer de contemplar la belleza, ni el gozo espiritual que pueda acompañar al amor de Dios, ni la satisfacción del deber cumplido.
     En el plano metafísico, todas estas distinciones se desvanecen, por no quedar mas que dos términos en presencia: ser y voluntad, ser inteligible y apetito intelectual. La apeticibilidad del ser en cuanto ser y la del ser en cuanto verdad coinciden, puesto que para la voluntad en cuanto tal no hay dos maneras de gozar de lo que existe, sino una sola: la manera intelectual; la voluntad goza del ser poseído por la inteligencia; no podría gozar de otra manera. Al igual que no hay dos maneras de poseer el ser en cuanto tal, sino una sola: la intelectual. Por su parte, la amabilidad del ser es el fundamento último de todos los valores humanos, especialmente del bien (moral) y de la belleza" FERNAND van STEENBERGHEN Ontología. Editoral Gredos (1965)

miércoles, 23 de mayo de 2012

La santidad y la belleza transforman al mundo. Joseph Pierce



  "El mejor modo de transformar el mundo es ser santo: hacer llegar a todos la experiencia del amor de Dios. Pero es necesario insistir siempre en la racionalidad de la fe. Para mí y para muchos conversos el camino hacia Dios ha venido precedido de un proceso intelectual, siempre acompañado de la sanación del corazón por la Gracia. Pero en un mundo post-racional, donde la cultura está impregnada de relativismo, probablemente el modo más eficaz para hacer llegar el mensaje cristiano sea la fuerza de la belleza. La contemplación de la belleza lleva al agradecimiento, y eso plantea la pregunta ¿a quién debo estar agradecido?, que es un primer paso que orienta hacia un modo correcto de pensar". 

JOSEPH PIERCE Foro Univ 2012 Coloquio Literatura y conversión: el poder de la belleza      Fuente: Almudi

Forun 2012. Pulchrum

El poder moral de la belleza

   

      “A quien no haya descubierto el poder de la belleza le aconsejaría dos cosas: que lea el libro de Magdalena Bosch y que escuche con los ojos cerrados un concierto de Mozart para violín y orquesta. Y después, hablamos”

Cuando tratan sobre la vida moral, los expertos insisten una y otra vez en la importancia de conocer la verdad y de amar el bien. ¡Lo verdadero y lo bueno! Pero son muy pocos los que relacionan la vida moral con la belleza.

Hace unos días expresé esta preocupación a un profesor de ética. Su respuesta fue, más o menos, la siguiente:

      «Creo que la belleza tiene muy poca importancia para la ética. Una persona puede tener una gran sensibilidad estética, extasiarse con una puesta de sol, y ser, al mismo tiempo, una persona imprudente, injusta, destemplada y cobarde».

      «Sí —le dije—, pero pasa lo mismo con la verdad. Una persona puede tener profundos conocimientos sobre la verdad práctica, sobre lo que está bien y lo que está mal, y ser, al mismo tiempo, una persona imprudente, injusta, destemplada y cobarde».

      «Bueno, no es lo mismo. Para ser buena persona, es preciso saber cómo ser buena persona. En cambio, no es necesario tener sensibilidad para la belleza».

 Ahí lo dejamos.

Pero después dediqué un rato a eso que tanto nos cuesta: pensar. Me vino a la cabeza una media-virtud moral: la honestidad. Digo “media”, porque los grandes expertos no la consideran una virtud en sentido pleno, sino más bien una “pasión”.

(Un paréntesis: si alguien busca la palabra honestidad en Google, le aconsejo que vaya prevenido: comprobará que en muchos artículos se identifica con la sinceridad, que es el significado que actualmente ha adquirido. No deja de ser una pena, porque quiere decir que muchos han perdido el sentido genuino de este concepto).

Honestidad, en su sentido genuino, es el amor a la belleza moral. Y ahora, ahí va un párrafo de un experto de verdad en cuestiones éticas: «La belleza, en efecto, puede encontrarse en sentido analógico en los asuntos morales, es decir en las acciones humanas. Una acción humana es bella cuando manifiesta el resplandor de lo inteligible en lo sensible, o sea el orden de la razón en los impulsos pasionales. Si estos impulsos pasionales se sustraen al dominio de la razón, no son humanos, sino bestiales e infrahumanos, y eso es lo que constituye la torpeza o fealdad moral. En cambio, si resplandece en ellos la moderación y el orden de la razón, la conducta humana es entonces decente, decorosa, moralmente bella, digna de honor. Y el amor de esa belleza moral es lo que constituye la honestidad» (J. García López).

Después me vino a la cabeza una frase más sencilla, que utilizan sabiamente muchas madres para corregir a sus hijos: «No hagas eso, que es feo» (No dicen “malo”, sino “feo”). Ojalá que la pedagogía moral siguiera también ese rumbo…

El sentido de lo bello está íntimamente unido al sentido de lo bueno y lo verdadero. A pesar de lo que decía el profesor de ética, pienso que prescindir de la belleza es como prescindir de un sentido (la vista, el tacto, el olfato… todos son importantes).

Seguí pensando un poco más gracias a una aspirina, y recordé un gran libro: “Carta a los revolucionarios bien pensantes”, de André Piettre. Su tesis es la siguiente (y perdón por simplificar tanto): a un fondo bueno, corresponde una forma bella. Si cambia el fondo, cambia la forma. Pero —y esto es lo que quiero subrayar—, si cambia la forma, cambia también el fondo.

Dicho de otro modo: si es usted una persona con un fondo moral muy bueno, pero se permite unas formas externas feas, tarde o temprano perderá usted ese fondo moral. La forma arrastra consigo al fondo.

Miré hacia mi biblioteca. Allí estaba otro libro interesante: “Cómo tomar decisiones”, de Peter Kreeft. No necesité abrirlo. Recordaba muy bien lo que dice sobre la música. En resumen (perdón de nuevo): la buena música ayuda a ser buena persona; con la mala música, sucede lo contrario.

¡Ah, C.S. Lewis! En “Las cartas del diablo a su sobrino”, un diablo aconseja vivamente a otro que no permita que su “paciente” escuche buena música o pase largos ratos en silencio, porque ambas cosas son muy peligrosas: pueden llevar a Dios. Por eso el infierno está empeñado en convertir el mundo en un gran ruido…

¿Siempre pensamos con el apoyo de algún libro? No sé, pero no se puede pensar en vacío. Necesitas la ayuda de otros para conocer la verdad. Tal vez por eso me vino a la cabeza un libro más. ¿Uno más? No. No es uno más. Porque no he encontrado un libro tan breve y sencillo que hable con tanta profundidad de la belleza. Se titula El poder de la belleza, de Magdalena Bosch, y acaba de ser publicado por la editorial EUNSA, en la colección Persona y Cultura. Lo considero una pequeña obra de arte. Tal vez todo lo que he dicho lo dice también la profesora Bosch, pero mejor dicho. Y no solo habla de la belleza moral, sino también de otros tipos de belleza. Cuando acabé de leerlo decidí regalárselo con todo mi afecto al ya mencionado profesor de ética.

A quien no haya descubierto el poder de la belleza le aconsejaría dos cosas: que lea el libro de Magdalena Bosch y que escuche con los ojos cerrados un concierto de Mozart para violín y orquesta. Y después, hablamos" Profesor Tomás Trigo. Facultad de Teologia. Universidad de Navarra

lunes, 21 de mayo de 2012

Las virtudes teologales. Jacques Phillipe




             LAS VIRTUDES TEOLOGALES
                              

"Sólo podremos adquirir la liber­tad interior en la medida en que desarrollemos el ejercicio concreto de estas virtudes.


Lamentablemente, en el lenguaje actual la palabra «virtud» ha perdido mucho de su significado. Para en­tender éste correctamente, es preciso acudir a su senti­do etimológico: en latín «virtus» quiere decir «fuerza».

La virtud teologal de la fe es la fe en tanto que es para nosotros una fuerza. La epístola a los Romanos nos dice a propósito de Abraham: Ante la promesa de Dios no dudó dejándose llevar de la incredulidad, sino que confortado por la Fe, dio gloria a Dios, persuadido de que poderoso es El para cumplir lo que prometió[1].

De igual modo, la virtud teologal de la esperanza no es una vaga espera difuminada y lejana, sino esa certeza respecto a la fidelidad de Dios, que cumpli­rá sus promesas; una certeza que confiere una in­mensa fuerza. En cuanto a la caridad teologal, po­dríamos decir que es la valentía de amar a Dios y al prójimo.

Estas tres virtudes teologales constituyen el dina­mismo esencial de la vida cristiana. Es indispensable conocer el papel que desempeñan, llamar la atención sobre ellas y convertirlas —a ellas, y no a otros as­pectos secundarios, como ocurre en ocasiones— en el centro de toda la vida espiritual. La madurez del cristiano es su capacidad para vivir de fe, de espe­ranza y de caridad. Ser cristiano no es frecuentar tal o cual práctica, ni seguir una lista de mandamientos y deberes; ser cristiano es, ante todo, creer en Dios, esperarlo todo de El y querer amarle a El y al próji­mo de todo corazón. Todos los demás aspectos de la vida cristiana (la oración, los sacramentos, todas las gracias que recibimos de Dios —incluidas las expe­riencias místicas más sublimes—) no persiguen más que un solo fin: aumentar la fe, la esperanza y la ca­ridad. Si no es éste su resultado, no sirven absoluta­mente para nada.
 
El Nuevo Testamento —y especialmente las car­tas de San Pablo— esclarece mucho el dinamismo de la fe, la esperanza y la caridad, estableciéndolas como el centro de la existencia cristiana. Dirigiéndose a los cristianos de Tesalónica, el Apóstol confiesa acordarse sin cesar ante nuestro Dios y Padre, del ejercicio de vuestra fe, del esfuerzo de vuestra caridad y de la constancia de vuestra esperanza en nuestro Señor Jesucristo[2]. En la lucha interior (otro tema muy querido de San Pablo) las armas del cris­tiano son fundamentalmente estas mismas virtudes teologales: seamos sobrios, revestidos con la coraza de la fe y de la caridad, y con el yelmo de la espe­ranza de salvación[3].

Hagamos notar que las virtudes teologales desem­peñan un papel clave en la vida espiritual, pues constituyen un medio privilegiado de colaboración entre nuestra libertad y la gracia divina. Todo cuanto hay de positivo y de bueno en nuestra vida procede de la gracia divina, de la acción gratuita e inmerecible del Espíritu Santo en nuestros corazones. Pero esta gracia sólo puede ser plenamente fecunda en nosotros si cuenta con la cooperación de nuestra li­bertad. «Os he creado sin vosotros, pero no os salva­ré sin vosotros», decía el Señor a Santa Catalina de Siena.

Así pues, las virtudes teologales son a la vez, mis­teriosa pero realmente, un don de Dios y una activi­dad del hombre. La primera cita extraída de la carta a los Tesalonicenses que acabamos de mencionar así lo manifiesta claramente. La fe es un don gratuito de Dios: nadie puede decir «Jesús es el Señor» sin que el Espíritu Santo se lo conceda. Pero, al mismo tiem­po, es también una decisión del hombre, un acto de adhesión voluntaria a la verdad que proponen la Es­critura y la Tradición de la Iglesia.

Este aspecto vo­luntario aparece más marcado aún en momentos de duda y tentación. «Creo lo que quiero creer», decía Santa Teresita del Niño Jesús en la prueba final de su vida, y sobre el corazón llevaba escrito con su sangre el Credo. Habrá ocasiones en que la fe sea es­pontánea, pero no debemos olvidar que se trata de un acto, una adhesión voluntaria de nuestra voluntad a la palabra de Dios, que a veces exige un gran es­fuerzo. Creer no siempre «sale solo»: hay momentos en que es preciso armarse de valor para cortar por lo sano con dudas y vacilaciones. No obstante, no olvi­demos que, cuando hacemos un acto de fe, éste sólo es posible porque el Espíritu Santo ayuda nuestra debilidad[4].

Igualmente, también la esperanza constituye una elección que a menudo requiere un esfuerzo. Es más fácil inquietarse, temer o desanimarse, que esperar. Esperar es dar crédito: una expresión que indica cla­ramente cómo en la esperanza no hay pasividad, puesto que implica un acto.

En cuanto al amor, también éste es una decisión: quizá cuando el deseo nos empuja a ello, el amor surja de modo espontáneo, pero muy a menudo amar significa «elegir» amar o «decidir» amar. De otro modo, el amor sólo sería emoción, superficialidad o egoísmo, y no lo que esencialmente es, es decir, algo que compromete nuestra libertad.

Dicho esto, es siempre con la mediación de un acto de Dios (oculto o perceptible) como la fe, la es­peranza y la caridad se hacen posibles[5]. Las virtudes teologales nacen y crecen en el corazón del hombre gracias a la obra y a la pedagogía del Espíritu Santo".

[1] Rom 4, 20
[2] 1 Tes 1,3.
[3] 1 Tes 5, 8.
[4] Rom 8, 26
[5] La cuestión de fondo que recorre estas reflexiones es la siguiente: ¿cómo un acto humano (el acto de creer, de esperar o de amar) puede ser un acto plenamente humano, libre y voluntario, a la vez que un don gratuito de Dios, un fruto de la acción del Espíritu Santo en el corazón del hombre? En este punto tocamos el profundo misterio de la «interac­ción» entre la actividad de Dios y nuestra libertad, un problema espino­so tanto en el plano filosófico como en el teológico. Sin adentrarnos en él, diremos simplemente que no existe contradicción entre el obrar de Dios y la libertad humana: Dios es el Creador de nuestra libertad y, cuanto más influye Él en nuestro corazón, más libres nos hacemos. Los actos que realizamos bajo la acción del Espíritu Santo provienen de Dios, pero son también actos plenamente libres, plenamente queridos y plenamente nuestros. Porque Dios es más íntimo a nosotros que noso­tros mismos



Tomado del libro "La libertad interior", de Jacques Philippe. Editorial Patmos 2010